miércoles, 16 de septiembre de 2015

VOLANDO CON CELA

Aquí estoy otra vez, despegando.

Marcho a Copenhague a bailar, pero viajo con literatura española de la mano. Intento cumplir algunas de mis propósitos: escribir más, publicar más, ponerme al día con los clásicos… He optado por La Colmena, este blog y un cuaderno a medio acabar.

Al menos garabatear tres hojas cada día, y preparando mis cosas para el viaje ya no sé qué cuaderno a medio empezar escoger. Parece que todos tienen menos hojas en blanco que el anterior.


Pero procrastino, y los despegues de avión son el mejor momento para hojear las distracciones de la revista de Norwegian… Una película sueca retro con dinosaurios, carreras de caballos en el centro de Budapest, un nuevo móvil que solo llama y envía mensajes... El mundo va tan rápido que derrapamos al sobrepasar los límites de velocidad. Parece que aceleramos con el freno de mano puesto… ¿Enviaremos señales de humo cuando quememos el último bosque?


Me dejo de tonterías… Ahora en los aviones hay wi-fi, así que le mando una foto por WhatsApp a mi abuela que hace cincuenta años envidiaba a los que se permitían el lujo de volar. La cabina está llena de cualesquiera, que como todos, nos creemos importantes de nuestro propio mundo.

Hago de todo menos lo que sea. Me pongo a pensar en cuánto cuesta una cerveza en el borde de la troposfera. Alcohol caro, doblemente perjudicial. Me enorgullezco por dentro de mi política de ayuno. Inhalo la belleza que emana de la ventanilla.


“Siempre hay luz por encima de las nubes.”

Los deseos, que no necesidades humana, son una falta de respeto a la vida. Ahora, los viajes huelen a arte, y los aviones a cine. No por la admiración de la excelencia, sino por el aroma y el ruido de las bolsas de patatas fritas.  

Me pongo a rememorar el frenético ritmo de vida que llevo, (lo que sea con tal de seguir distraído y no trabajar). Estaba en Cádiz, y tuve que ir a Madrid para coger el avión en Barajas. Internet también ayuda a salvar el planeta. Elegí un coche compartido que casi acaba con mis anécdotas. A 120 por la autovía se levantó el capó y destrozó el parabrisas. Un estruendo inesperado nos hizo saltar en nuestro mundo de realidad no virtual. Nos quedamos ciegos.


El plan B fue otro coche compartido en el que viajaban varios publicistas hablando sobre la creme de la creme de la modernidad: videos 360º. Me vienen bien estas conversaciones para darme cuenta de los engranajes del consumismo, lo que no se ve detrás del producto. Supongo que es como viajar en coche con el aire acondicionado y no darse cuenta de que fuera hace casi 40º, hasta que salta el capó en el parabrisas. O como estar en casa viendo Tomorrowland in streaming girando el Smartphone por toda la habitación hasta que se cae al suelo y la pantalla se hace añicos. O hablar por Skype y quedarse sin Internet. O vivir, y que se vaya la luz. Sin avisar, de repente, nos quedamos ciegos. Todo por abrir los ojos.

Me hubiese gustado dar mi opinión sobre lo caro que puede salir una retransmisión sentado en la silla de tu habitación, hasta que te levantes a abrir al repartidor del Carrefour que trae la compra on-line que hiciste hace una hora. Pero bueno, cuando escribo, me es más fácil ceder la palabra.

En fin, La Colmena, donde los personajes, como yo, (¿Cómo todos?) matan la vida como pueden: la mayoría muere despacio, pero hay otros que lo hacen deprisa. De lado a lado, de vida en vida, atrapados por una inercia paralizadora. Confundo la apatía de la vida con el dinamismo de la muerte.

Me corrige un poeta: “Pero con son lo mismo Carlos… La muerte es la obra maestra, y esto justifica la vida.” Ideas que intuyo pero no alcanzo a entender. Él lee mucho más que yo, y mejor. Tendré que seguir leyendo… Leer… ¿otra forma de morir? ¿Única manera de vivir…?

Con tanto existencialismo, no sé si me apetece continuar… Me quedo disfrutando del silencio de las nubes.




domingo, 13 de septiembre de 2015

DE 3 A 5 EN JAÉN

En una ciudad que espera, cuando se espera, y para no desesperar, pocas cosas se pueden hacer mejor que escribir.

Quizá se merezca el título de un blog, pero soy una persona modesta y muy procrastinadora, así que por ahora denomino el post. El resto, lo haré más tarde.  






Yo que de olivos solo conocía el de la Plaza Fuente Dorada de Valladolid, acabo rodeado por los campos de Jaén, donde el desayuno autóctono es una tostada de aceite y tomate.

Mis tres días en Jaén se han pasado volando, exceptuando la parálisis de 3 a 5 de la tarde. El soponcio ataca en el sur y los andaluces, desarmados, en vez de enfrentarse a él, se abaten ante la caló. Los centros comerciales saben mucho de imagen, y desde que les echaron la bronca, Jaén dejó de ser la única ciudad de España que cerraba el Corte Inglés a mediodía. Porque en una ciudad de 110.000 habitantes es posible ponerse de acuerdo para que se cumpla a rajatabla “el yoga andaluz” del mediodía, (denominación de un profesor de la disciplina).





Mucha gente, en un intento de escapar del sofá, se encierra en la calle. Pero supongo que se arrepienten, porque de 15.45 a 16.15, las calles parecen desiertas. Los africanos del top manta, que imagino que como yo no saben muy bien adonde han ido a parar, son los únicos que, mal que bien, siguen trabajando a la sombra de los parques. Un poco más tarde, cuando la vida vuelve a nacer en la ciudad, es posible ver a adolescentes gitanas sujetando a un bebé a pulso, mientras le ofrecen sus sobrecargados pechos. Reflejo de una realidad socio-demográfica.

En cualquier caso, yo vine aquí para buscar piso. Mis heridas en las rodillas debidas a una reciente caída en moto y un tranvía fantasma hicieron la tarea un tanto más complicada de la cuenta. Jaén es una ciudad que da lecciones de ciudadanía. Observar el césped artificial entre los raíles, relegado a servir de plaza de aparcamiento y recogedor de colillas y arena; las paradas que funcionan como tablón de anuncios; y las señales de tráfico donde se puede ver lo más parecido a un tranvía en la ciudad, me han enseñado todo el trabajo que hay detrás de cada plan municipal. Y sobre todo, el equipo de responsables que lo respalda. Estarán orgullosos por ganarse el galardón de ciudad de raíles sin vagones.





Yo ya fui advertido, “Aquí, esto funciona más como un pueblo que como una ciudad.” Cada llamada de teléfono solía desembocar en una conversación más o menos similar a esta:
-          ¿Me podría dar la dirección del piso para pasarme a verlo?
-          Si, claro. Tú has estado en Jaén, ¿no?
-          Pues la verdad es que…
-          Sabes dónde está el Burguer King, ¿no? Pues ahí, ves una calle muy grande que tira pá bajo.
-          Tengo un mapa. Si me da la dirección, yo llego.
-          Pues bajas la calle y llegas hasta una tienda de lámparas. Ahí un poco más alante, giras a la derecha, y ya estás.
-          Si me dice la dirección me es más fácil.
-          Pero si está justo ahí, donde de la tienda de lámparas.
-          Me puede dar la dirección, ¿por favor?

La sinceridad andaluza es fehaciente, y los anuncios no traicionan. Se me presenta romántica la escena: una pareja que sumará algo más de 130 años delante de una pantalla de ordenador luchando por adaptarse al estrépito de los nuevos tiempos. Casi, hasta puedo oír los diálogos que tienen lugar durante la inocente redacción de los anuncios.
-          Marí, ¿qué más ponemó?
-          Pues que está en muy buena zona, que tiene todos los muebles…
-          Vienen a estudiar, ¿no? Pues que tiene buen ambiente de estudio.
-          Sí, sí. Que eso a los chiquillos les gusta.

Los jiennenses no, pero mis propósitos de inicio de curso me traicionan. Andaba buscando una habitación más o menos grande para poder hacer work-out por las mañanas, y me generó bastantes dificultades al encontrarme con que la mayoría de los pisos se encuentran completamente amueblados.

Que no se enteren los diseñadores suecos del IKEA que en Jaén siguen en pleno funcionamiento las redondeadas mesas camilla de la dictadura. Lo que fueron bendiciones en tiempos de escasez de recursos y abundancia de espacio, se presentan como sacrilegios en tiempos de abundancia de recursos y escasez de espacio. En verano hace calor, y en invierno hace frío; y no hay nada como juntarse alrededor del brasero a calentarse las piernas, porque hace 50 años, no había calefacción.




De piso en piso se me cayeron los apósitos de las heridas, y decidí ponerme un poco de crema hidratante para evitar el sol y la sequedad. Encontré un centro de salud, y bendije un fabuloso sistema sanitario en agonía. Entré en el recibidor y me recordó el zoco de la antigua ciudad de Fez. El hombre que me atendió no tuvo ningún reparo en blasfemar mientras adivinaba los diminutos números de mi DNI.
-          Pero, ¿qué pone aquí?
-          Uno, dos, cinco, dos…
-          ¡Jodé con el Wassá este! ¡Tol día sonando!
-          ¡Pues apagaló! ¡Que luego te llega tó los mensaje a la vé!
-          No, ¡si es mi cuñá que no deja de enviar chorradas al family este!

Sin duda, tanto como la hospitalidad, el humor y la espontaneidad de los andaluces es incomparable. Sus complicaciones las crean estos tiempos modernos, donde las nuevas tecnologías nos hacen perder el tiempo, y nos obligan a aprender anglicismos. Afortunadamente, y con alguna que otra irregularidad, conseguí que me asignara un médico para realizarme las curas.
-          Bueno… Esto lo mejó es echar yodo y que se seque al aire.
-          Preferiría que me lo tapara con un apósito.
-          ¡Qué va! Esto se cura solo…
-          Llevo una semana intentando que no se seque…
-          Bueno, como quieras…

Mis expectativas de éxito se reducían drásticamente mientras observaba como la nívea evitaba que el pegamento se adhiriese a la piel.
-          ¿Cree usted que aguantará mucho?
-          ¡Qué va! Esto se te cae en cuanto llegues a la calle.
Empleando los anglicismos que tan bien dominaba el hombre de recepción, se podría decir que el médico pecó de overconfidence, ya que su quick fix duró hasta la puerta de la consulta. Yo me eché a reír.

Así es Jaén, o por lo menos, lo poco que pude ver en tres días.



No me afectan ya las caras despectivas de extrañeza y sorpresa cuando me ven escribiendo, sentado en el suelo y descalzo. Y es que el chaval del turbante azul para aguantar la solana, y los pantalones arremangados para no rozarse las heridas lleva todo el día caminando. Además, después de haber estado en tanto sitios, a uno no le importa lo que piense los jiennenses cuando le ven echarse crema en las quemaduras en medio de la estación de autobuses.  Por supuesto, de 3 a 5.